Santiago Posteguillo es también conocido, tal vez menos, por su faceta de gran lector y apasionado de los libros, con tres obras publicadas sobre el mundo librario. La primera lleva por título La noche que Frankenstein leyó el Quijote (2012). El subtítulo,”La vida secreta de los libros”, deja a las claras hacia dónde apunta el autor, que escribe en el prólogo: «Este es un pequeño gran viaje que pretende mostrar al lector aquello que se esconde detrás de los libros: los autores, sus vidas, sus caprichos, ya también aquello que hay detrás de los libros como objeto».
La noche que Frankenstein leyó el Quijote está compuesto por veinticuatro relatos cortos en los que el autor ficciona momentos clave de la historia de la literatura, como en su día hiciera Stefan Zweig en su célebre Momentos estelares de la humanidad. Lo hace siguiendo un orden cronológico, desde la antigüedad hasta nuestros días, y con una ilustración al inicio de cada capítulo. En este periplo narra desde el origen del orden alfabético en los libros que inventó Zenodoto para ordenar la inmensa y mítica biblioteca de Alejandría, hasta cómo una niña de ocho años llamada Alice Newton fue la responsable de que se publicara a principios del siglo veintiuno una novela absolutamente genial titulada Harry Potter y la piedra filosofal.
Entre sendos acontecimientos literarios el autor se sumerge en un fascinante viaje por el mundo de los libros. Navega por el origen vikingo de Dublín, de lejos la ciudad con más premios Nobel de Literatura. Aventura con el nombre del anónimo autor del Lazarillo de Tormes, quien se ocultó con tanta astucia de la Inquisición que aún hoy en día no se conoce con certeza su identidad. Recoge el guante de una atractiva teoría que defiende que las obras de Shakespeare, en realidad fueron escritas por Christopher Marlowe, quien no murió cuando dicen que murió, sino que siguió viviendo, y viajando y escribiendo y publicando, pero con sus obras firmadas por un actor llamado William Shakespeare. Transita por la publicación de la extraordinaria Orgullo y prejuicio que una portentosa Jane Austen escribió tan sólo con veintiún años, la cual fue rechazada por los editores Cadwell y publicada por Thomas Egerton muchos años después tras el éxito de Sentido y sensibilidad.
Santiago Posteguillo lamenta cómo Benito Pérez Galdós y Àngel Guimerà se quedaron sin el merecido el Nobel de Literatura (¿quién recuerda a José Echegaray?) por las mezquinas luchas políticas en la España de su tiempo. Sobrevuela las trincheras de la Gran Guerra y muestra cómo Raymond Chandler sobrevivió para poder escribir obras maestras como El sueño eterno o Adiós, muñeca. Denuncia cómo la temible Gestapo se quedó con treinta cartas y veinte cuadernos de Franz Kafka, hoy desaparecidos, tras la detención de su amiga Dora Diamant. O se acerca a la publicación de El señor de los anillos y a cómo el gran J.R.R. Tolkien se armó de paciencia para conseguir cobrar a la editorial estadounidense, que con una caradura tan grande como la luna lo había publicado libre de derechos de autor en los años sesenta.
Pero las dos historias que hacen que este libro forme parte del Cervantario, amén de su maravillosa portada, son las tituladas La prisión y La noche que Frankenstein leyó el Quijote, que da nombre al libro.
La prisión narra el momento en el que Cervantes entra preso a la cárcel de Sevilla en el año 1597 acusado de un desfalco tras la quiebra del banco en el que depositaba el dinero de la recaudación. Desde la cárcel escribe una carta al rey para denunciar el procedimiento arbitrario del que es víctima. Pero las cosas de palacio van despacio.
«El rey era hombre ocupado y tardaría primero en leer su carta y luego en reaccionar. Nuestro preso de armó de la paciencia infinita del soldado en las largas campañas de guerra y, al fin, una mañana, pidió de nuevo recado de escribir.
—¿Más cartas al rey?—le preguntó con sorna el preso viejo.
—No. El rey responderá. Hay que darle tiempo. Entretanto escribiré. Poca cosa más se puede hacer aquí. […]
El preso nuevo llevaba días con una idea en la cabeza, con una historia de esas de… novela. Tenía que distraerse o se volvería loco.
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, empezó con decisión, y con decisión siguió un par de horas. Hasta que se le acabó la tinta y el sol dejó de iluminar bien».
La respuesta del rey tardaría dos meses en llegar y conminaba al juez Vallejo a dejar en libertad al preso, aunque no se sabe con certeza si el miserable juez hizo caso al rey, o por el contrario retuvo con artimañas legales a Cervantes unos meses más en la cárcel sevillana.
Este bien podría haber sido el origen del Quijote, aunque los biógrafos no se hayan puesto de acuerdo sobre si esto fue así o en la cárcel tuvo la genial idea que pondría sobre el papel después de salir. Incluso existe otra teoría, más legendaria que bien documentada, que defiende que Cervantes comenzó a escribir su Quijote en la cueva-prisión de Medrano, en la localidad manchega de Argamasilla de Alba. Sus habitantes tienen claro que este es el lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse el narrador del Quijote. En cualquier caso, Santiago Posteguillo muestra cómo podría haber sido el origen de todo, al tiempo que se queja amargamente de que hoy tengamos tan presente a Miguel de Cervantes, «pero aquel 1597 lo metimos en la cárcel. Así somos», escribe.
Por su parte, La noche que Frankenstein leyó el Quijote recrea el momento en que un grupo de ingleses, jóvenes y románticos, decidieron pasar una temporada en los Alpes suizos. El grupo estaba formado por el poeta Lord Byron, el matrimonio Percy y Mary Shelley, por John William Polidori, autor de El vampiro, y por Claire Clairmont, amante de Byron.
Para matar el tiempo en aquel bucólico paisaje, se propusieron el desafío de escribir el relato más terrorífico. Mary Shelley se afanó en su trabajo más que sus compañeros. Por las noches Percy les leía en voz alta el Quijote frente al fuego. La lectura duró exactamente un mes, del siete de octubre al siete de noviembre de 1816, al tiempo que Mary Shelley escribía una de las obras clave de la literatura universal. La titularía Frankenstein o el moderno Prometeo.
Mary Shelly se enamoró perdidamente del Quijote, tanto que aprendería español para leerlo y releerlo. No cabe duda que aquella lectura en voz alta de su marido influyó en su Frankenstein en varios aspectos, como en los múltiples narradores que utiliza, o en la adaptación de la historia del cautivo a su novela. Incluso Mary Shelley escribió con gran acierto la semblanza de grandes autores españoles (también portugueses e italianos), entre los que estaban Cervantes, Lope de Vega, Calderón o Garcilaso de la Vega.
Santiago Posteguillo termina el relato con estas palabras: «Si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer, sino degustar el Quijote, ¿No deberíamos todos los que ya tenemos la fortuna de saber español encontrar algún momento de nuestra vida para zambullirnos, aunque sea solo un rato, en alguno de los maravillosos relatos que pueblan la irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo, antes de que quienes programan los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo».