Miguel de Cervantes tenía 58 años cuando se publicó la primera parte del Quijote, en 1605, y 68 años cuando la segunda, en 1615, justo un año antes de su fallecimiento. Entre una publicación y otra ocurrió un hecho clave que influiría decisivamente en la aparición y desarrollo de la segunda parte, y es que en 1614 salió publicado un Quijote apócrifo firmado por Alonso Fernández de Avellaneda.
Tanta era la fama de las aventuras de don Quijote y Sancho que el tal Avellaneda se adelantó al propio Cervantes para continuarlas, cosa bastante frecuente en la época con los títulos de éxito. Lo extraño fue que el autor aprovechara para insultar y difamar a Cervantes. Y más extraño todavía: nadie conocía a Avellaneda. Pronto se descubrió que era un pseudónimo de alguien que no quería bien al autor del Quijote. Pero ¿quién se escondía detrás? Por aquel año de 1615, Madrid era el centro del mundo de las letras: si uno se daba un paseo por sus malolientes y cortesanas calles podía cruzarse con Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Luís de Góngora, lanzándose lindezas unos a otros; con Gabriel Téllez—que firmará sus obras como Tirso de Molina—, Luis Vélez de Guevara o Juan Ruiz de Alarcón, y con otros muchos no tan conocidos como Alonso de Contreras (el capitán Contreras) o con las sombra del escurridizo Jerónimo Pasamonte.
Ladrones de tinta de Alfonso Mateo-Sagasta traslada al lector a los tiempos de Felipe III, a aquella España pintada con los claroscuros de un cuadro de Velázquez que todavía no es consciente de su decadencia: la riqueza que llega de Las Indias frente a la miseria que campa en sus pueblos y ciudades, el esplendor de la cultura frente a una Inquisición con la hoguera preparada, la diversidad étnica frente a la limpieza de sangre, el derroche y la corrupción de la corte frente a la picaresca para sobrevivir. Isidoro Montemayor es el detective protagonista de la novela. Con él nos movemos por las calles de Madrid, visitamos tugurios y palacios para cumplir con su misión: descubrir quién se esconde detrás del nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. En este periplo, Montemayor, siempre con su Garcilaso bajo el brazo, se entrevista con muchos de estos escritores. Todos son sospechosos de estar detrás del Quijote apócrifo. Quien más y quien menos tiene algún motivo para lanzarle un dardo envenenado a Cervantes.
Alfonso Mateo-Sagasta, como buen historiador, es minucioso y no deja cabo suelto. Isidoro de Montemayor se permite el lujo de repartir consejos e ideas a estos grandes, como a Gabriel Téllez, que le recomienda que firme como Tirso de Molina, o a Lope, que le regala la idea de la historia de Fuente Ovejuna para limpiar el nombre del duque de Osuna. Y es que el trasfondo político es importante: se vislumbra el final del valimiento de Lerma y hay una lucha de poder entre la casa de Osuna y la de Lemos, y los escritores no son ajenos a estas luchas. Necesitan a estos grandes como mecenas y en sus prólogos los halagan a unos o a otros. Cervantes está con el conde de Lemos (le dedicará su Persiles), Lope y Quevedo con el duque de Osuna.
Isidoro Montemayor es un personaje fascinante, un medio hidalgo que luchó en Flandes y se gana la vida al servicio de Robles, un negociante con pocos escrúpulos que tiene diversos negocios, como un garito de juego o una imprenta. Robles es quien encarga la investigación a un Isidoro Montemayor que sabe moverse como pez en el agua por los ambientes literarios, pues es una especie de cronista encargado de publicar una gaceta con noticias de la corte. Precisamente su primera novela se titulará Ladrones de tinta y narrará sus aventuras en primera persona. Muchos años después, Alfonso Mateo-Sagasta encontrará por azar este manuscrito en el archivo de la casa de Cameros, y por supuesto lo transcribirá, como hiciera el propio Miguel de Cervantes con el manuscrito de Cide Hamete Benengeli que encontró en la calle Alcaná de Toledo.
Ladrones de tinta es una novela estupenda de las que uno puede darse un buen atracón. Su autor es historiador pero conoce el oficio literario y tiene talento para construir una novela dinámica, con intriga, aventuras y amores, todo acompañado de una ambientación portentosa. Las aventuras de Isidoro de Montemayor no acaban ahí, sino que Alfonso Mateo-Sagasta continúa narrando sus peripecias en El gabinete de las maravillas y en El reino de los hombres sin amor, aunque en estas ya no aparece el autor del Quijote.
No hay comentarios:
Publicar un comentario